Lo que aprendí

Son las once de la mañana de un lunes. Aprendí que a las once de la mañana de un lunes, las personas de bien están sentadas en una oficina o detrás de un mostrador, criando hijos o enseñando matemáticas o historia a un grupo de adolescentes o, mejor aún, de universitarios.

Aprendí que es necesario tener una nómina, una hipoteca y un puesto fijo en alguna parte para poder dormir tranquila. Que el descanso se toma en agosto y en las fiestas de guardar. Que el festejo siempre es breve y moderado y viene después de algo llamado éxito. Que el éxito lo conceden otros, esos otros que conocen bien los parámetros de mi valía y tienen mejores razones que las que yo guardo, escondidas, al fondo de mis cajones. Aprendí que es bueno estudiar mucho y levantarse temprano. Que la cama se hace por la mañana y los platos se friegan después de comer. Que la casa ha de estar limpia y la ropa sin remiendos.

Aprendí lo que es el marxismo, el ecologismo y el feminismo, y muchos otros ismos que ya no recuerdo. Que el capitalismo es perverso. Que tener dinero es de burguesas; que no tenerlo es de fracasadas. Y que dedicarse al arte, a la literatura o a la música —esas ensoñaciones sin consistencia— es un privilegio de las hijas de los burgueses o una maldición de las fracasadas.

Aprendí que la mujer libre es aquella que puede hacer lo que hacen los hombres. Que la mujer bella es la que acapara las miradas de quienes la rodean. Que la mujer afortunada es la que ha escapado de su corazón.

Aprendí también que el amor viene acompañado de música de violines y fundidos en negro. Que, cuando los violines dejan de escucharse, hay que encender todas las alarmas. Que la soledad equivale a la desolación. Que hay que darse prisa por llegar a alguna parte.

Aprendí a hablar y a rezar; a leer, a competir, a contar, a comparar. A dibujar princesas y grandes soles amarillos. A posar para las fotografías. A ser obediente. A sonreír sin ganas. A nadar. A hacer el saludo al sol. A tener mucho miedo y ocultarlo con destreza. A apretar los dientes. A decir “no pasa nada”. A guardar silencio. A simpatizar con las víctimas y juzgar a los verdugos. A amar los pájaros. A identificar los árboles y recolectar sus frutos. A reconocer el norte y perderlo mil veces. A protegerme de la lluvia. A coser botones, a tejer bufandas, a escribir largas cartas con letra bien torneada.

Aprendí la constancia y el esfuerzo y el rostro perfumado del placer. Aprendí a dudar y a repetir lecciones. A coleccionar títulos. A sentirme inadecuada. A criticar. A ser exigente. A desconfiar y al mismo tiempo poner siempre la otra mejilla. A perdonar y nunca olvidar los agravios. A ser orgullosa. A llorar a escondidas y a omitir el enfado. A culpar y a sentirme culpable. A ignorar el dolor. A esperar las respuestas y convencerme de que no hay para mí respuestas posibles.

Aprendí que la vida es corta y la muerte muy larga.

Que me queda mucho por aprender.

Pero sobre todo mucho, mucho más, por olvidar.

santiurde-escuela-1968


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